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FUTUROSPOSIBLES

CIUDADANIA Y REPRESENTACION - CONSIDERACIONES SOBRE LA CONDICION CIUDADANA EN LAS POST-DEMOCRACIAS


PROLOGO


A medida que nos internamos en el siglo XXI llamado el siglo de la globalización, la interrogante acerca de la condición ciudadana dentro de los sistemas políticos democráticos, se vuelve cada vez más acuciante.

Los ciudadanos se nos presentan cada vez más ignorados, abandonados, individualizados, controlados, vigilados y aplastados por las nuevas maquinarias de poder que se instalan en las sociedades modernas y postmodernas. El creciente distanciamiento que los ciudadanos sienten, respecto de los aparatos de poder que su propio sufragio contribuye a instaurar y sus propios impuestos constribuyen a financiar, está en las raíces del actual desapego frente a la Política y los políticos.

¿Qué significa ser ciudadano hoy en nuestras democracias? ¿Tiene el mismo significado ser ciudadano hoy, para el individuo común y corriente, que hace treinta o cuarenta años atrás? ¿Cómo se relaciona el ciudadano con el sistema político, con los actores políticos o con el Estado? ¿Qué significados tiene hoy la representación de los ciudadanos en el orden político? ¿Tenemos hoy democracias más sólidas, más estables, más gobernables, más representativas, legítimas y abiertas que hace dos o tres decenios?
Para la Ciencia Política moderna y contemporánea, la cuestión de la condición ciudadana resulta crucial para entender el lugar y el rol de los individuos dentro del sistema político, de manera que someter a un cuestionamiento crítico profundo esta problemática, implica necesariamente poner en tela de juicio el conjunto del orden político e institucional de las democracias representativas, tal como ha venido siendo comprendido hasta el presente.

La evidente desafección y desapego que muestran los ciudadanos frente al sistema político, su relación casi instrumental con las autoridades, representantes y funcionarios, su visión desconfiada y demonizada de la clase política, son algunos de los inquietantes rasgos que hoy predominan en gran parte de las democracias y que nos hacen preguntarnos a los politólogos si no estaremos -en realidad- en presencia de una nueva época de desarrollo de los sistemas políticos en general.

La hipótesis central de este ensayo afirma que -en general en la época contemporánea y como consecuencia de una suma de factores estructurales- los sistemas políticos y particularmente los sistemas democráticos, habrían ingresado a un cambio de época post-democrática caracterizado por que las estructuras e instituciones políticas operan sobre nuevos paradigmas de gestión y donde la relación Estado-ciudadanos estaría siendo gradual y profundamente modificada por el surgimiento de nuevas lógicas, criterios y estilos de comportamiento.

Asistimos a un cambio de época de los sistemas democráticos representativos, que estaría caracterizado actualmente por una crisis general y estructural del conjunto del Estado que gobierna el sistema neoliberal capitalista. A la crisis del Estado liberal moderno, se acompaña una crisis general de la representatividad política. Sobre la base y en el contexto de un orden capitalista dominante y en plena tendencia globalizadora, los ciudadanos se enfrentarían de aquí en mas hacia el futuro a un conjunto de estructuras, normas e instituciones políticas dominadas por el espíritu mercantil, a un sistema político e institucional que secuestra real y virtualmente la soberanía popular y el poder constituyente de los ciudadanos.

El modelo tradicional de Estado republicano representativo organizado sobre la base de una economía capitalista liberal o neoliberal, propio del período iniciado con la Independencia de Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (1789), constituye un marco de estructuras asociadas, articuladas, un sistema económico-político que opera como una maquinaria única de poder y hegemonía y que ha desplazado históricamente el centro del poder y su ejercicio, desde la ciudadanía hacia un conjunto de instituciones y estructuras de decisión y dominación. Es este modelo de Estado, es esta articulación económico-política la que ha entrado en crisis.

Manuel Luis Rodríguez U.  Cientista Político 

Punta Arenas (Magallanes), verano de 2006.



CIUDADANÍA Y REPRESENTACIÓN:
LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS

La representación clásica


Históricamente, y en particular desde el siglo XVIII en adelante, las nociones de ciudadanía y de representación han aparecido asociadas estrechamente en el universo político, hasta el punto de considerárseles como indisolublemente ligadas. No nos debe engañar sin embargo, esta aparente modernidad de la idea de ciudadanía o de representación. Porque una arqueología del concepto de ciudadanía –y siempre situados dentro de la tradición intelectual de Occidente, que es la que nos concierne- podría rastrearse desde los albores de la edad media europeo-occidental, probablemente recogiendo sus raíces desde las doctrinas heredadas de la tradición jurídica de la República y el imperio romano, la que se fue fundiendo con la larga tradición de las primeras formaciones urbanas: villas, burgos, cités...

Por su parte, el concepto de representación cristaliza en el siglo XVIII estrechamente vinculado al de la formación de las primeras repúblicas modernas, cuando se concibe la idea de un poder constituyente o soberano que radicaría en la nación. De hecho, la formación intelectual y política del concepto de representación, encuentra algunos de sus basamentos fundacionales cuando -en el contexto de la doctrina iluminista de Rousseau y otros filósofos- la idea sobre el orígen de la soberanía se traslada más o menos gradualmente, desde la autoridad unipersonal y absoluta del rey hacia esa entidad colectiva denominada "nación".



Una arqueología intelectual
de la representación


Aún así, no puede negarse que una arqueología de la teoría de la representación moderna arranca en sus orígenes más remotos de la idea de que, salvo la experiencia asambleísta y de democracia directa de las polis griegas, para que haya un poder político sólido y estable, éste tiene que ser ejercido por ciertas autoridades que representan a algún tipo de colectivo.
Ya en la clásica polis ateniense del siglo V, el debate entre Sócrates y los sofistas contenía una preocupación por la cuestión de la representación: ¿no sería mejor acaso que el poder sea ejercido por un pequeño número de individuos elegidos entre los mejores? Pero, ¿cómo elegirlos: por la fuerza, por su orígen o nacimiento, o por el mérito de su virtud?

Platón y Aristóteles responderán de un modo sugestivamente similar a estas preguntas.

En efecto, el filósofo Aristóteles concibe la Política como lo que él define como una noble y razonable práctica de los más buenos y de los más expertos, un gobierno de los filósofos. El hombre en la visión humanista y aristotélica, es un animal político -zoon politikon- que se realiza en cuanto ciudadano dentro de la polis, la cual es una organización que se funda no en la fuerza bruta, ni en los intereses pasajeros, ni en las prescripciones de los dioses, sino en la razón que permite al ser humano actuar en el marco de la virtud. El Estado llega a ser así, la expresión ideal y real de las mejores cualidades de los mejores sujetos. Es el carácter "razonable y racional" de la política aristotélica, que después más tarde heredarán los humanistas europeos del siglo XV y XVI.

A su vez, en su obra política más importante "La República", el discípulo de Aristóteles, Platón, propone y estructura un tipo ideal de Estado dividiendo la población de la polis en tres clases sociales distintas y separadas según la actividad y rol que cada una de ellas debe desempeñar dentro de la organización política, a saber, la de los gobernantes, la de los guerreros y la de los artesanos y labradores o campesinos.

Según la visión platónica de la política, para el perfecto funcionamiento del Estado, entre cada grupo social debe existir una perfecta armonía, una verdadera sinergia social de manera tal que su actuación reciproca e independiente sea un medio eficaz para lograr y asegurar la convivencia social y el logro de la felicidad común de todos los integrantes de la sociedad y el Estado. Desde esta perspectiva, siempre los mejores hombres deben dirigir los destinos de la comunidad, tanto por sus cualidades intelectuales como por virtudes morales, como la sabiduría, el valor, la templanza y la justicia.

La polis y el ágora,
el lexis y la praxis

La vida política griega estaba, por lo tanto, fundada social, económica y políticamente en la polis. La expresión griega "polis" significa a la vez, ciudad y ciudad-Estado. ()

La vida pública de los griegos –el koinon- se desarollaba siempre fuera del oikos, fuera del hogar. La acción pública, la acción política tenía lugar en un espacio donde no existía ni el aislamiento ni la individualidad: el ágora, espacio -a la vez físico- situado en el centro de la urbe, y virtual o mental, donde los ciudadanos se reunían cotidianamente para discutir, deliberar y decidir los asuntos de interés público y colectivo.

Lo esencial del contenido de la experiencia del ágora era entonces, el diálogo, (dia-logos... dos logos, dos palabras), la palabra de cada uno confrontada a la palabra de un otro. La pluralidad humana era entonces, una condición absoluta del actuar de los griegos en política; actuando en forma concertada, colectiva, los griegos generaban redes de relaciones entre ellos, en un proceso infinito de acción y reacción.

En el centro de la vida política griega estaban la palabra y la acción, el lexis y la praxis. En la experiencia política de la polis griega, lexis y praxis formaban parte indisolublemente de una misma vivencia: la palabra estaba destinada a la práctica y la práctica daba orígen a la palabra. En el espacio del ágora, por lo tanto, la experiencia del politikon supone dos elementos inseparables: el lexis y la praxis, de manera tal que, ni el lexis se entiende como pura reflexión desconectada de la realidad, ni la praxis se entiende como mera facticidad no reflexiva o carente de logos.

El ágora es el espacio central de la democracia ateniense, era el koinon, un espacio público e igualitario, y lugar privilegiado de la democracia, el ámbito soberano donde los asuntos públicos se someten a discusión, donde los ciudadanos toman la palabra, expresan sus divergencias y puntos de vista, sus intereses y aspiraciones y donde, actuando de consuno, deliberan y deciden de un modo colectivo. En el seno del ágora, todos son iguales, no hay jefes ni subordinados.

Subrayemos este aspecto igualitario.

La polis o la organización política de los ciudadanos era el dominio de la permanente actualización de la libertad entre los griegos. La libertad de los griegos, el surgimiento de la espontaneidad en el ágora, era estrictamente política. La condición de la experiencia de la libertad era la amistad. Esta invitaba a los griegos al ágora, a reunirse en la polis, para actuar y hablar en conjunto, de manera que al interior de la polis, cada uno de los ciudadanos expresaba su punto de vista, manifestando así su singularidad, develando su nombre, su ser propio. Así, la expresión de la individualidad, era tributaria de la realización colectiva de la ciudadanía.

Por tanto, había que ser ciudadano para ser libre, puesto que solo los hombres libres podían ser ciudadanos y entonces la pertenencia a la polis, daba identidad y personalidad política al individuo. La polis era la esfera de pertenencia y la esfera de apariencia del individuo-ciudadano, pero en la polis todos eran iguales y distintos. En la práctica política, en la acción y en la palabra en el ágora, la polis funcionaba sin una división entre gobernantes y gobernados. La polis era el ámbito de la isonomía, es decir, de la igualdad real y objetiva de todos los ciudadanos, dentro de un mismo estatuto político común: ciudadanos únicos, iguales y distintos.

Ser ciudadano griego libre, significaba no ser esclavo, es decir, no estar sujeto a las necesidades de la vida y además, no ser jefe ni tener jefe del cual recibir órdenes. En cuanto ciudadanos iguales, los griegos no tenían subordinados ni mandatarios, ni jefes ni súbditos. El poder político entre los griegos –el dynamis- surgía entonces desde el momento en que los ciudadanos se reunían en el dominio público, en el ágora dentro de la polis. Era precisamente esa reunión colectiva, esa asamblea de ciudadanos -la bulé o ecclesia- la que constituía el poder político entre los griegos en el seno de la polis. De este modo, acción, palabra y poder se sintetizaban cotidianamente en la experiencia política de la polis griega.

No había representación en la polis griega, no obstante lo cual se elegían anualmente tres arcontes, arkons, por ejemplo en la polis de Atenas. Tres arcontes que cumplían funciones específicas: el arconte eponymo que denominaba al año que venía a continuación de su nombramiento, el arconte basileus, encargado del ejercicio de los ritos religiosos y el arconte polemarcos, teóricamente encargado del liderazgo militar. Más tarde se agregaron otros seis arcontes o tesmotetes, jóvenes funcionarios relacionados con los tribunales. Los arcontes eran elegidos por la ecclesia, es decir, la asamblea de los ciudadanos y una vez que concluían sus funciones y sus realizaciones eran consideradas como positivas para la ciudad, pasaban a incorporarse al Aréopago, o consejo de ancianos.

Un aspecto notable a subrayar en esta visión de la democracia griega, es que la toma de decisiones estaba siempre fundada en el seno de la polis -y sólo en el ámbito público de la polis- sobre la base de la persuasión. De allí una vez más la importancia de la palabra en el ágora: el uso del lexis en la discusión pública y política, estaba destinado a producir un convencimiento razonado, un razonamiento por convicción. Para el ciudadano griego convencer a sus demás semejantes, de que su argumento era el mejor, era parte indisoluble de su ejercicio libre y cotidiano de la palabra en el espacio del ágora.

En la práctica de la democracia ateniense o de la polis griega clásica, entonces, la representación opera como una práctica autoreferente: yo, ciudadano me represento a mí mismo, porque en el espacio del ágora, nadie está ni subordinado ni por encima de mi. En la horizontal igualdad construida por la polis en el ágora, la representación es autorepresentación, poder en sí mismo, dynamos puro. ()

La cuestión volverá a aparecer bajo otras dimensiones, en la experiencia política y estatal romana.



Roma:
Forus y Senatus,
magistratus e imperium

A diferencia de la experiencia igualitaria de los griegos en la polis, el desarrollo de la civitas romana seguirá una trayectoria diferente. La propia condición ciudadana en Roma difiere de la experiencia griega. El ciudadano romano es un individuo cuya voluntad es fundar con sus semejantes un edificio político estable en el cual reside un poder de acción colectivo.

Hay en la experiencia política romana una permanente búsqueda de construcción institucional, de realización de una arquitectura política y jurídica de instituciones estables y visibles, duraderas en el tiempo y en las cuales los ciudadanos se reconozcan y encuentren certeza, precisión, regularidad, seguridad... y hasta solemnidad.

En el foro romano, llegan los mejor dotados de la fuerza oratoria y de la capacidad persuasiva. Además, los asuntos que se resuelven en el Foro nunca van a tener la envergadura e importancia de aquellos que se deliberan en la noble asamblea del Senado. El poder de los patricios, de los pater-familias nobles que allí reside, se ha separado de la colectividad, de la masa del pueblo, y aunque se denomine Senatus Populusque Romanus (Senado del Pueblo Romano), nunca dejará de ser la asamblea de los señores patricios propietarios de la tierra y dedicados a la cosa pública, a la res pública. En el Senado, como institución fundamental de la república hasta los inicios del imperio, se produce el punto de encuentro entre otium, el ocio facilitado por la riqueza de la propiedad agrícola y terrateniente de que gozaban los pater conscripti, y negotium que son los asuntos públicos objeto de su deliberación.

La arquitectura institucional del Estado durante la República descansaba en dos instituciones: el Senado (entre 300 a 500 miembros) proveniente directamente de las familias patricias y los dos Cónsules designados anualmente, cuyo nombramiento era senatorial. En casos excepcionales de peligro exterior, se elegía por los Cónsules a proposición del Senado, un "dictator" hasta por 6 meses máximo. Cónsules y dictadores poseían "imperium", es decir, supremo poder ejecutivo. En síntesis, los dos órganos fundamentales del poder político en la República romana, Senado y Cónsules, no eran representativos, eran designados.
Jerárquicamente dependientes del Senado, existían además los Comicios Tribunados o asambleas que nombraban a los Tribunos de la Plebe, órganos políticos surgidos de la presión ejercida por la plebe para acceder a puestos de poder dentro del Estado. Los Cónsules a su vez, nombraban al Pretor Urbanus (encargado de administrar justicia), al Censor de Costumbres e Impuestos, al Edil Curul (que vigilaba los mercados urbanos) y a los Cuestores (quienes administraban el tesoro o finanzas del Estado).

En el centro de la noción o pre-noción romana de la representación encontramos el concepto de magistratus. En la República "...el término magistratus, que no es en sentido estricto más que la expresión abstracta correspondiente al término concreto magister, se confunde primitivamente con éste. Pero, el poder de los magistrados se refiere siempre en la constitución romana a un mandato del pueblo, y designa, en el período reciente de la República, sea en sentido abstracto en el que alterna con honor, la magistratura política regular, sea, en sentido concreto, al individuo investido de esta magistratura regular, en tanto que emana de la elección popular..." como escribe Mommsen en su "Historia del Derecho Público Romano".

La presión de los plebeyos entre el siglo II y I incorporó nuevas instituciones a la estructura estatal romana. Como sabemos, en la Roma republicana y antes de la crisis final del Consulado y los Triunviratos, ciertos magistrados eran electos por las curias o asambleas populares de ciudadanos, del mismo modo como los cónsules eran designados por el Senado.

Sin embargo, en ninguno de estos procedimientos de elección de autoridades, esa representación era concebida como un mandato, sino solamente como una forma específica y limitada de designar ciertas autoridades que, al instituirse en órganos del Estado romano, independientes de los individuos o asambleas que los habían elegido, no tenían en estricto rigor un mandato representativo vinculante.

Evidentemente, en sus lejanos orígenes intelectuales, la cuestión de la representación hace referencia a cuatro problemáticas interrelacionadas: quién representa a quién, es decir, qué carácter tienen los individuos que intervienen en esta relación; cómo se elijen los representantes; qué funciones desempeñan los representantes y, qué relación existe entre los representados y los representantes.

En síntesis, entendemos que la antigua representación -propia de la experiencia griega y romana- estaba limitada por su alcance. El poder monárquico absoluto no incluía ninguna forma expresamente representativa. En cambio, lo que se plantea la moderna cuestión de la representación, se refiere tanto a la forma cómo son elegidos los gobernantes, como a la naturaleza y alcances de la relación gobernantes-gobernados que supone el mandato.
El hundimiento del imperio romano y el advenimiento del cristianismo en la Europa occidental como el poder instituido dominante, no solo hace desaparecer hasta el recuerdo de estas formas de ciudadanía y de práctica política provenientes de la polis y de la Roma republicana, sino que sobre todo traslada la libertad humana fuera de la esfera política, cívica –aparece la sujeción servil feudal- y la sitúa en la esfera religiosa del individuo: el ser humano no es libre en la tierra, solo será libre en un futuro cielo.

Al civitas romano se le reemplaza por el creyente o fiel, el sujeto individual llamado a adorar la divinidad, pero bajo la dominación espiritual y la intermediación del sacerdote o el iman. Ahora, en la edad media, la cruz cristiana o la medialuna islámica, son el pasaje obligado para alcanzar la libertad.


La representación moderna


La representación política moderna puede tener tres significados diferentes. Veamos cada uno de ellos.

Primero, como mandato o acción en cuestiones que conciernen a otras personas. Se originó por analogía con la representación en el derecho civil romano, que permite a una persona (representante o mandatario) ocupar el lugar de otra ausente (representada o mandante) para efectos de asumir derechos o contraer obligaciones, de modo que su actos jurídicos producen efectos directa e inmediatamente para la ausente, como si esta persona los celebrara.
De esta manera en la teoría política moderna, un gobernante es un representante o mandatario que actúa en nombre de los intereses del pueblo, de la ciudadanía, con un grado de libertad que varía en cada caso, lo mismo puede ser un ejecutor carente de iniciativa y autonomía (mandato imperativo), lo cual ya es imposible en la política actual y fue prohibido en el pasado para romper vínculos feudales, o por el contrario, tener como su única guía para la acción el "interés" de los representados (mandato representativo o fiduciario), en cuyo caso, el problema es identificar cuáles intereses deben servirse, sobre todo cuando no existe una mayoría absoluta que pudiera orientar al respecto y los representados son heterogéneos y carecen de opiniones frente al cúmulo de asuntos públicos, salvo quizás en los grandes temas políticos en los cuales sí podría hablarse de un mandato.
En consecuencia, la cuestión no resuelta es saber ¿cuáles intereses sirve el representante dentro del electorado que lo eligió, de la nación en su conjunto, de los particulares o el interés general, o lo que le dicte su conciencia? La teoría francesa responde que es la nación, pues de lo que se trata con la representación política es de superar la fragmentación particularista que se manifiesta en el juego político. Pero, el interés de la nación puede ser concebido de modo distinto por representantes y representados, por lo que debe existir un elemento de control sobre el comportamiento de los representantes.

Hay un segundo significado de la representación, en cuanto semejanza, espejo o afinidad, o definida "como un exacto retrato en miniatura del pueblo" (al decir de John Adams, uno de los padres fundadores de la democracia estadounidense). Es decir, como una reproducción de ciertas propiedades y peculiaridades: el representante debe cristalizar en su persona, ciertos rasgos característicos del grupo, clase o profesión de los que procede. Esta concepción de representación trasciende cualquier selección voluntaria e incluso consciente, ya que los diversos grupos que componen la sociedad (de edad, género, clase, etnia, etc.) deben estar representados en igual proporción que la que mantienen en la realidad. Por esto, se define a un representante como "un fiduciario controlado, que en algunas de sus características o atributos refleja las de sus electores".

Se dice que uno se siente mejor representado, si el representante es alguien como uno mismo. Pero la primera cuestión que plantea este tipo de representación, es cuáles características son las que deben estar representadas; los sistemas electorales proporcionales consideran sólo las políticas e ideologías expresadas en los partidos. Respecto a las demás, los representantes (diputados, senadores, etc.), individualmente o en grupo, no comparten las otras características de la población que representan, no son estrictamente una muestra del electorado, existiendo siempre grupos y segmentos de la ciudadanía que resultan sub-representados. Además, la profesionalización de la política impide que pudiera darse esta correspondencia, pero es innegable la importancia simbólica y psicológica que puede significar para los grupos marginados.
Además, esta modalidad de representación, a pesar de su composición, puede no actuar como los electores lo desean, y al revés, puede comportarse conforme a la voluntad de los electores sin ser un microcosmos representativo del electorado. De ahí, de nuevo, la necesidad de control.

Y finalmente existe un tercer significado de la representación, entendida como responsabilidad. No puede haber representación si los representados carecen de alguna forma de protegerse a si mismos, porque estarían a merced de sus presuntos representantes. La representación política es voluntaria, por lo que los representados son perfectamente capaces de actuar y por lo tanto, titulares de un poder de control y de un derecho de revocación. En esto radica la esencia de un régimen representativo: la institución de un poder de control de los ciudadanos sobre el funcionamiento del régimen político.

El principal mecanismo estructural de garantía de la representación política son las elecciones libres y competitivas, en las cuales, periódicamente, los ciudadanos eligen representantes y juzgan a priori o a posteriori, intenciones y realizaciones de gobierno. Desde esta perspectiva, se puede definir a la representación política como un sistema institucionalizado de responsabilidad política, realizada a través de la designación electoral libre de ciertos organismos políticos fundamentales (principalmente los órganos del poder ejecutivo y legislativo). De esta manera, en la representación política moderna el núcleo de su contenido reside en el proceso de elección de los gobernantes y de control ciudadano de su accionar, mediante elecciones libres y competitivas.

Como se sabe, para que las elecciones sean libres y competitivas se requieren varios elementos: que se respeten los derechos políticos (libertad de asociación, propaganda, imprenta, etc.); que se dé espacio a la formación y la manifestación de la voluntad política de los ciudadanos en condiciones de pluralismo y libertad (acceso a los medios masivos de comunicación); que la ciudadanía desarrolle una cultura democrática y tolerante, en especial la clase política dirigente; que las elites políticas alternativas sean capaces de ofrecer un recambio viable a las que detentan el poder y asegurar así la dinámica competitiva.

La revocación, la iniciativa popular y el referéndum son algunos instrumentos de la democracia directa. La revocación es un recurso legal de origen anglosajón que consiste en dar opción a los electores de que puedan, mediante una nueva votación, anular el mandato político otorgado electoralmente a sus representantes, antes de que se cumplan los periodos para los cuales fueron elegidos. Es un derecho de destituir a quien incurra en faltas de capacidad o de probidad, no necesariamente ilegales, en el ejercicio de las funciones encomendadas, y su propósito es asegurar y mantener la responsabilidad de los gobernantes.

La revocación requiere ser solicitada por un determinado número de ciudadanos para que proceda y consiste en una nueva elección en la cual se presenta el representante cuya destitución se pide y los otros candidatos que quieran competir. Si la vuelve a ganar el impugnado, ya no puede volver a emplearse la revocación durante el resto de su periodo.

Estos tres significados de la representación política no se encuentran en forma pura en la realidad.

No deja de ser curioso que en la Utopia de Tomás Moro, publicada en 1516, la ciudad ideal elige a sus representantes por tiempo limitado. Dice al respecto el famoso texto:: "Todos los años cada grupo de treinta familias eligen un magistrado, que en su idioma antiguo llamaban Sifogranto, y en el moderno Filarco. Cada diez de estos Sifograntos, de acuerdo con las familias, eligen otro magistrado superior, que antes llamaron Traniboro, y actualmente denominan Protofilarco. Finalmente, todos los Sifograntos (que son en número de doscientos) hacen juramento de que elegirán por Príncipe, con voto secreto, a uno de los cuatro propuestos por mayoría de votos por el pueblo. Cada cuarta parte de la ciudad elige un senador. La dignidad de príncipe es vitalicia, a no ser que se venga en sospecha de que trata de tiranizar el Estado. Los Traniboros se eligen por un año, y no los deponen sin causa justificada. Todos los demás Ministros y Oficiales también los eligen por un año."

La representación desde los iluministas:
Rousseau y Hobbes


J. J. Rousseau va a plantear la cuestión desde otra perspectiva.
Al constituirse el contrato social como un convenio del individuo consigo mismo, a través de la colectividad a la que pertenece, el sujeto se convierte en ciudadano. Este acto de asociación produce en consecuencia un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos integrantes como individuos componen la sociedad toda.

Dentro de este pacto, la libertad de cada uno no es sumisión sino que es consentimiento voluntario e igual para todos, de manera que el individuo deviene en dueño de sí mismo. De aquí resulta para Rousseau, que al ser voluntario el contrato social, el cuerpo político no es la suma de las voluntades individuales o particulares, sino que es la constitución de una voluntad general que no aliena aquellas.
Es la voluntad general la que induce los caracteres esenciales de la soberanía: ella es inalienable, indivisible, infalible y absoluta, y escribe Rousseau al respecto: "... digo por lo tanto, que la soberanía, que no es más que el ejercicio de la voluntad general, no puede alienarse jamás y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede transmitirse, pero no la voluntad."

En Rousseau por lo tanto, la voluntad general no se representa (no podría representarse porque implicaría el poder omnímodo del representante sobre sus representados) sino solo el poder que emana de dicha voluntad. De aquí deriva que el poder político de los representantes es una emanación, es una expresión o manifestación particular de la voluntad general que se expresa provisoriamente a través de ellos. Y la voluntad general, siempre en la perspectiva de Rousseau, reside en el conjunto de los individuos que componen la ciudadanía.

El realista Thomas Hobbes buscará, en cambio, otra salida al tópico.

Con Hobbes, el artificio estratégico consistente en el estado de naturaleza, caracterizado tan sólo por la noción de los individuos y de su derecho a todo, permite no reconocer ninguna dimensión colectiva como natural y originaria. Pese a ello, es necesario encontrar por medio de otro artificio una dimensión social para impedir que las fuerzas opuestas de los individuos impliquen su recíproca negación y la muerte. La única solución es –como surge de la célebre construcción que se obtiene con el contrato social- un acuerdo garantizado por una fuerza enorme e incontrastable, constituida por todos. Y todos se someten voluntaria y racionalmente a esta fuerza común, precisamente para que no se produzcan atropellos de unos sobre otros. Por tanto, para Hobbes, la subordinación se debe al cuerpo político considerado en su totalidad. Precisamente aquí radica la legitimación de la condición del súbdito. De hecho, ésta ya no es sumisión frente a un solo individuo, en base a sus cualidades o su fuerza, sino frente al cuerpo que todos han querido construir.

Lo que caracteriza la posición de Thomas Hobbes, y posteriormente a la propia dimensión moderna del poder político, es la idea de que la voluntad de esta persona civil no puede ser la de ningún individuo particular, en la medida en que todos los individuos nacen iguales, ni tampoco la suma de las múltiples voluntades de los individuos singularmente considerados, porque no se trata –como destaca Hobbes- de un simple acuerdo, sino de una persona.

Tal cuerpo político no puede, por tanto, poseer voluntad o movimiento si no surge una nueva teoría de la actuación, según la cual una persona (y aquí el término posee un significado preciso ligado a su raíz etimológica) no actúa por sí misma, sino en base a la totalidad del cuerpo político.
Así, el cuerpo político adquiere voz propia y la posibilidad de actuar tan sólo por medio de alguien que recoja sus partes, es decir, que le represente. Ya no hay ahora espacio para la imagen de un cuerpo político en que las diversas partes tengan funciones diversas en su interior, en el modo en que a menudo se representaba la respublica, sino que resulta más bien emblemática la figura que caracteriza el frontispicio del Leviathan, la del soberano, constituido por muchos hombres pequeños, todos iguales, que se reconocen en todas las partes de su cuerpo. Pero sobre todo, lo que ha desaparecido es la posibilidad de que el cuerpo político de individuos, es decir, la ciudadanía, pueda ejercer por sí mismo ese poder constituyente que le ha sido atribuido en los orígenes de la democracia y de las repúblicas.

No sólo no hay partes diversas, sino que quien ejerce el poder del cuerpo político ya no es la cabeza, la guía, frente a las otras partes del cuerpo, sino que es tan sólo la máscara, el actor que actúa por todo el cuerpo político. Lo que es necesario comprender y puede incluso sorprender, es el hecho de que es precisamente en la naturaleza representativa en la que se basa al mismo tiempo la legitimidad de la actuación del soberano, pero también su carácter absoluto y la imposibilidad -según Hobbes- o en cualquier caso, la extrema dificultad -en los pensadores posteriores a él que se inspiran en el Derecho Natural- de pensar en controlarlo.

La razón de la dificultad de controlar el ejercicio representativo del poder, que atormentará a los pensadores y filósofos que le sucedieron, consiste en el hecho de que la representación ha venido a convertirse en la condición indispensable para poder imaginar el cuerpo político, esto es, el sujeto colectivo. Siendo así, resulta extremadamente difícil pero no imposible, imaginar el sujeto colectivo en su función de control frente a y contra aquél que lo representa.


El umbral de las revoluciones
americana y francesa


A partir de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa, sin embargo, lo que surge es una nueva doctrina de la representación, entendida y puesta en práctica como un mandato más o menos vinculante entre los mandantes y sus mandatarios, según el cual los mandatarios son elegidos para el ejercicio de ciertos cargos en cuanto representantes de la voluntad general de la nación y, en particular, de los intereses de los ciudadanos que les confirieron dicho mandato al elegirlos.

Como se verá más adelante, este segundo aspecto del mandato tenderá a desaparecer de la doctrina clásica, pero pasará a convertirse en la realidad concreta de la representación: los representantes son elegidos por los mandantes –es decir, por los ciudadanos- para que expresen jurídica y políticamente el interés general de la nación pero, a través de los intereses particulares y sectoriales provenientes de las realidades territoriales, económicas y socio-culturales de donde provienen ciudadanos y mandatarios.

De esta representación clásica deriva el fundamento de las democracias modernas.

La nación cuenta con la soberanía primera y última, cuyo ejercicio pasa por la formación de una Constitución que define los órganos de le legislación y el gobierno, las autoridades judiciales y que garantizarán la libertad y la igualdad de los ciudadanos y la plenitud de sus derechos.
La doctrina democrática clásica concibe al pueblo, en quién establece el fundamento del poder, no como un dato inmediato y no elaborado como es la masa de individuos sino como una entidad política y social obtenida por la "decantación" de una realidad sociológica. De aquí se desprende que, en tanto elemento del pueblo –dato social- el individuo es un sujeto, mientras que en tanto pertenece al pueblo –construcción jurídica- es ciudadano. Volveremos sobre este punto, cuando se analice la condición ciudadana.

No podemos perder de vista el hecho de que el acto constitutivo del principio de la representación, el acto fundacional de la república moderna, es un acto de fuerza: así, en Francia por ejemplo, el acto de la revolución de 1789, mediante el cual la nación se da a si misma la condición soberana, decapitando al rey y construyendo la nueva Asamblea, fue un poderoso y gigantesco acto de fuerza, tan legítimo como el acto de fuerza con el cual Bernardo O’Higgins proclama la Independencia de Chile en 1818, pocos meses después de la victoria militar en el campo de batalla de Chacabuco.

La representación –como concepto político- podemos definirla como el mandato provisorio y vinculante que los ciudadanos de una nación entregan a determinados ciudadanos de su elección, para que los representen y gobiernen en su nombre. Mediante la aplicación del principio de la representación, los ciudadanos en cuanto depositarios del poder constituyente de la República, confieren a ciertos representantes un mandato que otorga a éstos la facultad y la autoridad para ejercer un poder (ejecutivo o legislativo). Según esta noción, el Estado como órgano político y de poder, emana de la Nación y la representa.

Por lo tanto, el orígen de la representación es un poder: el poder soberano y constituyente de la nación, un poder inicial, definitivo, permanente y inalienable mediante el cual la nación, es decir, el cuerpo de los ciudadanos políticamente constituido decide lo esencial del ejercicio de la autoridad y de la ley.

¿Dónde se radica la representación en las democracias modernas?

En términos generales, la representación se radica en determinados órganos (instituciones e individuos), legal o constitucionalmente establecidos y validados, que operan como mandatarios de la ciudadanía.

Por lo tanto, la representación emana de un poder superior -el poder soberano y constituyente del pueblo- el que es otorgado por éste a un conjunto de ciudadanos, sobre quienes delega la facultad de ejercer el poder, de gobernar, de legislar, de producir y realizar la ley, delegación que contiene un mandato. La representación es así, una forma política e institucional de relación vinculante entre dos grupos ciudadanos distintos pero unidos indisolublemente por su condición política y jurídica: la relación entre mandantes y mandatarios, entre representados y representantes.

Así, la representación constituye e instituye una relación vinculante en tanto en cuanto, los ciudadanos-mandantes están vinculados a los representantes, por la entrega del mandato representativo y, a su vez, los ciudadanos-mandatarios no pueden desprenderse de su dependencia relacional con los mandantes, en virtud de la extensión y contenido del mandato que han recibido. De este modo, el pueblo es el mandante, es la entidad representada, y las autoridades son los mandatarios, son los órganos representantes.

En la representación política sin embargo, se contraponen en una dialéctica, la permanencia de la relación vinculante "representados- representantes", con la temporalidad del mandato que unos confieren a otros. En este caso, la temporalidad se asocia con la periodicidad de la renovación del mandato representativo, por obra del ejercicio ciudadano del sufragio. En las democracias representativas, cada cierto tiempo, la democracia y su poder constituyente parecen volver por breves instantes al propietario legítimo de ese poder soberano: el pueblo, la ciudadanía. Cada vez que la ciudadanía ejerce el derecho a sufragio –con todas las limitaciones y restricciones que pueden rodearle- lo que en realidad está haciendo es validar y materializar por un momento, la naturaleza constituyente de su poder soberano y proceder a traspasar el mandato representativo a los ciudadanos de su preferencia.

En efecto, en relación con la vigencia o duración del mandato, es de la esencia de la democracia el que la ciudadanía confiere a sus mandatarios un mandato limitado en el tiempo y en el espacio.

El mandato representativo que confiere el pueblo soberano a sus representantes, es limitado a un determinado período de tiempo durante el cual dicho mandato tiene plena vigencia y que solo puede realizarse dentro del ámbito de atribuciones que la norma confiere a esa autoridad.

No sería democrático el que el pueblo se despoje de un mandato para no volver a recuperarlo nunca más, mandato que los representantes entre sí autoregularían y traspasarían en su vigencia, como una herencia espúrea y por esencia, ilegítima.

Por último, cabe definir la responsabilidad del mandatario frente al mandante en el orígen y el ejercicio de la representación. La teoría clásica establece que el mandatario, es decir, el receptor del mandato ciudadano, es política y moralmente responsable ante sus mandantes, es decir, ante los ciudadanos que lo eligieron, de manera que éstos tengan siempre la certeza de que está siendo representado –en los órganos representativos y gubernamentales- el interés general de la nación.


La evolución histórica
de la representación política

Como se puede apreciar la idea de la representación es antigua y se encontraba subyacente en otras formas de poder político anteriores a las monarquías europeas.

En la alta Edad Media, la representación fue un mecanismo comúnmente utilizado en algunas órdenes religiosas que la usaron para elegir a sus priores.

En el ámbito de la política, comenzó a surgir cuando los reyes solicitaban consejo de nobles, clérigos y plebeyos importantes que escogían a su discreción, por la aptitud que les veían y la confianza que les merecían, a quienes también utilizaban para que comunicaran sus órdenes y demandas de impuestos a todos sus territorios y les informaran de los acontecimientos suscitados. Pero se representaban grupos de interés, no individuos, que eran llamados "estados": la iglesia, los nobles y los comuneros; asambleas de estos tres estados existieron en Francia e Inglaterra.

Durante las crisis (pestes, guerras, invasiones normandas), cuando el rey demandaba más cooperación de sus súbditos, estos concejales aprovechaban la circunstancia para obtener derechos, establecer convenios, discutir problemas, presentar peticiones colectivas y hablar en nombre de todo el pueblo, de modo que el Rey que había sido considerado representante natural del pueblo, paulatinamente sólo se representó a sí mismo. La experiencia de Juan Sin Tierra y su Carta del Habeas Corpus es paradigmática al respecto.

En Escocia, por ejemplo, autores humanistas del siglo XVI como Georges Buchanan afirmaban, desde la cultura religiosa presbiteriana que les era propia, que el poder aun siendo ordenado desde Dios, pero que era investido a los reyes por el pueblo. (Herman, A.: The Scottish Enlightenment. The Scots Invention of the Modern World. London, 2003. Fourth Estate.)

La formación gradual de los parlamentos (los Parlements franceses o Etats Generaux convocados por el Rey una o dos veces por siglo o el Parliament inglés), desde la época del absolutismo constituyeron prefiguraciones de las nuevas formas de representación política que surgirían más tarde en Francia e Inglaterra.
La democracia representativa contemporánea ha sido el resultado de una evolución gradual desde un modelo concebido en el siglo XVIII por oposición al modelo de la democracia griega. Se configuró así un régimen político donde las decisiones colectivas no son tomadas directamente por quienes forman la colectividad, la nación o la ciudadanía en su conjunto, sino por un conjunto de personas elegidas para este propósito mediante el principio representativo.

Además de las elecciones a intervalos regulares o periódicos de los gobernantes por parte de los gobernados, otros tres principios definitorios han caracterizado a la democracia representativa desde su instauración: primero, el proceso de toma de decisiones de los gobernantes conserva un importante grado de autonomía, respecto de los deseos y aspiraciones de los gobernados; segundo, los representados pueden expresar sus opiniones y deseos políticos, sin estar sujetos al control de los representantes, del mismo modo como los representantes prácticamente no son controlados por los ciudadanos representados; y tercero, las decisiones se alcanzan tras un proceso de discusión en el cual los ciudadanos-representados prácticamente no toman parte, lo que ha sido calificado como la "opacidad del poder".
A estos factores pueden añadirse otros tales como la división del gobierno en órganos institucionales separados que se controlan recíprocamente, y la limitación del ejercicio del poder dentro de un marco normativo fijado por una Constitución.


De resultas de su evolución, históricamente se ha producido una virtual "metamorfosis" del gobierno representativo desde un modelo de regímenes representativos liberales o parlamentarismo, en los que los parlamentarios se constituyen en el eje articulador del sistema, hacia un modelo de democracias representativas de partidos, que es la fase actual, en la que los partidos han concentrado lo esencial de las riendas de decisión política para que el sistema democrático funcione. Lo que afirmamos en este ensayo, es que la crisis de las democracias representativas actuales, conduce hacia una nueva forma de modelo democrático, y que ambos modelos representativos han constituido en la práctica formas distintas pero eficaces de secuestro y distorsión del poder soberano del pueblo.

En la fase de los regímenes representativos parlamentaristas, la selección de los representantes se asentaba sobre el principio de distinción de donde surgía una elite de notables. La relación del representante con su circunscripción era directa y no había intermediarios. Estos notables empezaron a articularse en partidos, denominados partidos de cuadros o "partidos de representación individual", con el objetivo de cooptar y reunir personal político necesario para preparar las elecciones a partir de su prestigio, habilidad técnica o importancia de la fortuna.

Los partidos de cuadros no tenían miembros ni aspiraban a ello: el predominio del sufragio censitario durante el período de vigencia de estos partidos, no requería la organización ni movilización de las masas. Además, el ingreso al partido se hacía sin procedimientos oficiales y más bien por cooptación y mientras los donativos reemplazaban a las cuotas.
Su organización en comités y en asambleas masivas presentaba un carácter descentralizado y una articulación débil ya que el partido "dormía" entre una elección y la siguiente. Los representantes se caracterizaban por que operaban bajo el principio del "libre mandato", ya que éstos no eran responsables sino ante su propia conciencia.

En el sistema de representación democrática parlamentarista, los representantes no eran portavoces de sus electores, sino sus "fideicomisarios", lo que significaba que los procesos de toma de decisiones surgia del intercambio de argumentos y retóricas discursivas, generalmente en el seno de asambleas; es decir, no existía la disciplina del partido porque el candidato aportaba su propio capital político y las agrupaciones de parlamentarios eran inestables.

A partir de las primeras décadas del siglo XX, se produce la emergencia e incorporación gradual a la vida política de nuevos grupos sociales surgidos del desarrollo de la industrialización –primeramente las clases obreras y a continuación las clases medias- período donde se observó la formación de un nuevo tipo de partido: el partido de masas o partido de integración democrática.
Al mismo tiempo, con la ampliación del electorado por la instauración del sufragio universal (primero las mujeres, después los analfabetos y finalmente los jóvenes) promovida por este tipo de partidos, la relación personal entre el ciudadano-militante y los representantes se hará más ideológica, de manera que los partidos políticos –ahora convertidos en aparatos organizacionales complejos y estructurados territorialmente- pasaron a ejercer una función de intermediación entre los electores y las instituciones del sistema político.

Los representantes eran seleccionados ahora al interior de las estructuras partidarias existentes y sus atributos distintivos eran su activismo y sus dotes organizativas. A través de la función de socialización, los partidos de masas tratan de reclutar a los dirigentes políticos y a miembros permanentes ya que éstos son doblemente funcionales desde un punto de vista político y económico.
A través de las cuotas que pagan los miembros pueden financiarse las elecciones y, por otro lado, los miembros extienden el mensaje del partido a los sectores sociales de interés y, por lo tanto, esos líderes y militantes resultan vitales para el proceso de movilización. Con la consolidación de los partidos, todas las opiniones pasan a estar estructuradas siguiendo divisiones partidistas, incluso la prensa está relacionada con alguno de los partidos, de manera que la confianza de los votantes derivaba principalmente de la pertenencia e identificación con el partido y el programa ideológico que éste sustentaba.



La problemática
de la representación


Sin embargo, por poco y superficialmente que escrutemos en la realidad de los sistemas políticos democráticos, nos sorprende la brutalidad de la constatación de que la representación política –tan racionalmente definida- aparece distorsionada, cuando no burlada o relativizada, por un conjunto de fenómenos o mediaciones que alteran su esencia.

Volvamos al concepto de mandato provisorio y vinculante. ¿Qué sentido tiene la representación, cuando no obstante el carácter provisorio del mandato representativo, éste resulta mediado por grupos, oligarquías, burocracias, estructuras y redes de intereses y poderes que terminan asegurando su reproducción al interior del sistema político? ()
Hablamos de "máquinas de poder": estructuras más o menos visibles que detentan la realidad del poder de decisión, del poder de controlar y asignar recursos (humanos, materiales y sobre todo, financieros) y que mediante su acción, lo que podríamos denominar "prácticas secuestrativas", tienen la capacidad de alterar la representación política de los ciudadanos... sin que los ciudadanos perciban que su propia representación ha sido políticamente modificada.
Estas "máquinas de poder", estos "aparatos-redes de poder" (), por lo demás disponen de la capacidad de ejercer presión y de lograr decisiones, desde fuera de los límites del aparato del Estado y de la Administración y también desde su interior. ¿Qué capacidad de decisión real, efectiva, tiene un servicio público regional o nacional, frente a la presión aplastante y multiforme de una corporación transnacional o de un conjunto de corporaciones globales coaligadas en favor de un proyecto legislativo, de una opción política estratégica o de una inversión determinada?
¿A quién representa en realidad y en última instancia un gobierno, un partido político, un parlamentario o una asamblea legislativa que renuncia o se pliega frente a la poderosa capacidad disolvente y a las "prácticas secuestrativas" de una corporación financiera internacional?
En su libro "El futuro de la democracia" Bobbio observa algunas características negativas de las actuales democracias: subordinación de los individuos a los grupos organizados que luchan por intereses particulares en detrimento de la representación política general; permanencia del poder invisible que actúa a espaldas y sin el conocimiento de la colectividad (negociaciones secretas); creciente poder de los técnicos y las burocracias e ingobernabilidad derivada de la incapacidad de las autoridades nacionales para procesar el conjunto de demandas sociales (entre otros problemas).
La condición ciudadana

Veamos ahora la problemática desde la perspectiva de la condición ciudadana. Cuando se habla de condición ciudadana se hace referencia al conjunto de atributos que el orden democrático presume en cada individuo y que, personificados en éste, le confieren la calidad de ciudadano.

El ciudadano es en primer lugar un sujeto de derechos y de deberes. Las libertades políticas y cívicas concebidas por las doctrinas de los filósofos iluministas del siglo XVIII, atribuían al individuo las nobles virtudes del desprendimiento, de la solidaridad, de la fraternidad, reconocían en él la búsqueda permanente de la libertad y de la igualdad, como formas de vida que debían inscribirse en las instituciones.


Habíamos subrayado anteriormente que en tanto elemento del pueblo –dato social- el individuo que constituye nuestras sociedades es un sujeto, mientras que en tanto pertenece al pueblo –construcción jurídica- es ciudadano. Existe entonces en la condición ciudadana, una dualidad no resuelta, entre el individuo –socialmente considerado, históricamente determinado y económicamente dominado- y el ciudadano –política y jurídicamente regulado- dualidad que ninguna forma de poder político, que ninguna institucionalidad política resuelve. De aquí resulta que desde que la democracia -y en particular la democracia representativa- emerge desde una entidad denominada "pueblo" o "nación" o "ciudadanía", entidad que es el fundamento del orden político, el individuo no participa de las libertades en la medida en que se integra dentro de esa totalidad orgánica.

 

La crisis de la ciudadanía

La crisis de la ciudadanía viene tanto de la crisis de las democracias tradicionales representativas, que han terminado en definitiva condicionadas y en cierto modo secuestradas por las mismas estructuras e instituciones que le dieron origen –los partidos políticos, las asambleas, los órganos institucionalizados de poder- que han llegado a hacer de la condición ciudadana un connjunto semivacío de derechos escritos pero siempre no realizados y un conjunto de deberes nunca escritos pero siempre realizados.

¿Qué poder real, efectivo, realizable, tiene el ciudadano dentro de las estructuras de poder político que las propias democracias representativas instituyen? El poder de pedir, de demandar, de reclamar, de protestar, hasta de indignarse, de solicitar, de exigir, pero todo ese poder queda circunscrito a la esfera individual privada del ciudadano "de a pié" frente a la máquina institucional de poder que es cada institución.
Para que el ciudadano sea en definitiva ciudadano con la plenitud de sus capacidades de ejercicio del poder que le ha sido conferido por las normas de la democracia, tiene que asociarse, tiene que organizarse, debe abjurar voluntariamente de una parte de sus libertades individuales y sacrificarlas en el altar de la organización colectiva.

Mientras tanto la crisis de la ciudadanía, es también una parte sustancial de la crisis de los Estados democráticos. En el desarrollo histórico real, objetivo de las democracias representativas, mientras el Estado crece en tamaño, en poder de decisión y hasta en poder de coacción, el ciudadano aparece cada vez más empequeñecido frente a la gigantesca maraña de normas y leyes que le fijan prácticamente todos los límites y fronteras dentro de las cuales puede moverse.

En definitiva, por más que la ley sea teóricamente una declaración de la voluntad soberana del pueblo, el pueblo en realidad solo ha declarado mediante el voto ciudadano su intención de otorgar un mandato a los representantes, pero no le ha conferido a éstos su propia voluntad de ser y de estar, su propia e inalienable voluntad colectiva.

Por eso, hay crisis en la condición ciudadana, cuando los ciudadanos son constreñidos a cumplir decisiones que otros ciudadanos adoptaron práctica y jurídicamente sin consultarles. Hay crisis de la condición ciudadana, cuando se impone un pensamiento único, cuando una minoría en forma de oligarquía toma las decisiones fundamentales, mayores, estratégicas, y el resto de los ciudadanos son restringidos a decidir apenas de sus vidas cotidianas y particulares.

Es en la esfera de las competencias que permiten tomar decisiones, donde se mide y manifiesta de la manera más flagrante esta crisis de la ciudadanía en las democracias representativas. Mientras más alta sea la ubicación de una autoridad dentro de la pirámide jerárquica del poder, sobre todo del poder del Estado, más amplia y comprensiva es la esfera de las decisiones que puede adoptar y que de hecho adopta... y mientras mas abajo uno va descendiendo en la jerarquización del poder, llega al ciudadano "común y corriente" cuyo ámbito de decisiones públicas es simplemente estrechísimo, por no decir mínimo, por no decir nulo e intrascendente.

En la práctica real, el ciudadano de las democracias representativas modernas es ciudadano durante los escasos minutos y segundos que dura su ejercicio del derecho a voto. Recibe el sufragio, camina hacia la cámara secreta, se queda unos minutos solo con su conciencia, marca, cierra el papel, sale, camina a la urna, deposita su voto secreto y unipersonal y asunto terminado: después y a lo largo de varios años, otros ciudadanos, sus representantes, tomarán las decisiones fundamentales en virtud del mandato que ese sufragio contiene.
Y sin embargo, a esa ciudadanía, a ese pueblo, le ha sido conferido y posee un poder constituyente del que muy raras veces hace uso...


DEMOCRACIA
Y POST-DEMOCRACIA

Las democracias modernas se distinguen de los antiguos sistemas llamados democráticos, propios de la antiguedad, por la forma en que el pueblo ejerce el poder: directamente, en la plaza o "ágora" entre las polis de los griegos, en los "concilia" de los romanos en tiempos de la República, en el "arengo" de las antiguas ciudades medievales europeas, o indirectamente, a través de representantes elegidos, en los Estados modernos, después de la Revolución Francesa.

Todavía Montesquieu, a mediados del siglo XVIII, en sus páginas dedicadas a la democracia, citando a Atenas y Roma como ejemplo de esa forma de gobierno, escribía que el pueblo que goza del poder supremo debe hacer por sí solo todo lo que pueda efectuar bien y confiar a sus ministros únicamente lo que no pueda realizar por sí mismo. Más adelante, J.J. Rousseau, al exaltar la democracia de los antiguos, rechazaba el gobierno representativo prevaleciente en la Inglaterra de su época, afirmando que los ingleses eran un pueblo libre sólo el día en que votaban. Hoy, en cambio, los Estados democráticos están, si bien en diferente medida y matiz, gobernados bajo la forma de la democracia representativa, sólo en algunos casos combinada con elementos de democracia directa, como el referéndum.



Máquinas, pirámides
y oligarquías

Al interior de las democracias representativas se manifiestan, como hemos visto anteriormente "máquinas-redes de poder" susceptibles de secuestrar no solo las libertades sino también el poder de decisión de los ciudadanos. Probablemente una de las estructuras más visibles en la aplicación de estas "prácticas secuestrativas" son los partidos políticos, los que operan –sociológicamente hablando- como estructuras piramidales y oligárquicas. ()
Lo menos representativo que puede encontrarse en las democracias partidarias son los procedimientos mediante los cuales se adoptan las decisiones cruciales: la cooptación de dirigentes, la selección final de candidatos al sistema político, el nombramiento de los militantes que accederán a la administración pública, son algunas de las negativas y tradicionales prácticas partidarias, donde el clientelismo se acompaña del caciquismo y donde las bases partidarias no son consultadas, o si son consultadas, ocurre que la decisión final no se adopta en las instancias de base sino en algún órgano partidario superior que, en realidad y en la práctica, concentra el poder final de decisión.

El conjunto del edificio político democrático representativo –en las sociedades contemporáneas- funciona como una gigantesca pirámide oligárquica, en la que la ciudadanía constituye la base política de legitimación y validación periódica del sistema y en cuya cúspide se instala, tras esa legitimación, una capa de dirigentes y líderes –la así llamada clase política y gobernante- cuyas prácticas y decisiones terminan siendo –no obstante su orígen innegablemente democrático- de contenido y esencia oligárquico.

En cuanto al concepto de oligarquía, se refiere a "un régimen político y social que implica el control riguroso del poder político por parte de una minoría que posee también el poder económico". Recoge algunas características oligárquicas planteadas por el sociólogo argentino Waldo Ansaldi, entre ellas, una base social angosta; reclutamiento cerrado de los que se nombran para desempeñar las funciones de gobierno; exclusión de los disidentes o de la oposición; mecanismos de lealtades familiares o grupales, para señalar algunas.

Se trata entonces de un edificio democrático en cuya base reside –en potencia- un poder soberano y en cuya cúspide opera una forma oligárquica de poder decisional. No hay que perder de vista sin embargo, que el hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos), por lo que una resolución o decisión puede ser considerada democrática.

Trasladada la tesis del mandato que sustenta la democracia representativa al interior de las estructuras o instituciones democráticas, ocurre que se ha producido una separación no solo entre la "base ciudadana" y la "cúspide política y gobernante", sino que se ha producido un quiebre en el contenido esencial del poder político implícito en toda democracia: el poder constituyente de los ciudadanos, se ha separado del poder decisional de las elites políticas, burocráticas y gobernantes, fractura que se encuentra en la base misma del distanciamiento, apatía y deslegitimación ciudadanas que afecta a la clase política en las actuales democracias.


LA RADICALIDAD
DE LA NUEVA DEMOCRACIA

Los fundadores de las repúblicas modernas, aquellas que se enorgullecen de haber sido las primeras en iniciar la experiencia democrática representativa, en realidad no imaginaron nunca el destino que tendrían las instituciones que vieron nacer.

¿Cuál es la raíz de la democracia? ¿En qué o en quienes reside el fundamento de la democracia?
¿Qué diría Jean Jacques Rousseau () de su "contrato social", concebido inicialmente como un pacto legítimo entre todos los individuos de una comunidad para que todos recuperen su libertad, y que se proponía "encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado y por la cual cada uno al unirse a todos no obedece más que a sí mismo..."? ()

¿Adónde encontramos en realidad ese pacto social? ¿Es el contrato social fundante de estas democracias, un pacto realmente igualitario construido sobre la igualdad jurídica de todos, o en realidad, asistimos a la instauración de poderes abiertos y ocultos que reducen las libertades, distorsionan los derechos, cristalizan las desigualdades y dan sello de legitimidad al ejercicio oligárquico del poder?

¿Qué sentido tiene la igualdad jurídica de todos, cuando la inequidad social produce -en realidad y en la realidad- una desigualdad política prácticamente insalvable?

La voluntad del pueblo es el fundamento de la república.

Pero, ¿cómo se materializa políticamente la voluntad del pueblo? ¿Porqué el pueblo ha de despojarse de su propia voluntad individual y colectiva -que es siempre voluntad general de la nación- para concederle a ciertos ciudadanos políticos-profesionales la facultad exclusiva y casi excluyente de realizar la voluntad del pueblo, en su nombre y con frecuencia a su pesar?

Pero, ¿es la misma ciudadanía la del indigente que la del gerente? En una democracia ejemplar como las democracias representativas que encontramos perfectamente descritas en los libros de texto, ¿a quién representa el representante: al gerente o al indigente? ¿Qué haría una enorme multitud de desheredados, de descamisados, de pobres e indigentes, de sin casa o allegados, entrando en la solemne sala de sesiones de un Senado de nuestras democracias?

No es necesario profundizar mucho en el ejercicio analítico para constatar que esas democracias "ejemplares" viven hoy encadenadas al imperio del dinero, al imperio de las minorías oligárquicas, al imperio fáctico de los poderes institucionalizados que, en una combinación intrincada de prácticas abiertas, virtuales, reales y subrepticias, generan decisiones y enclaustran el ejercicio del poder y de la soberanía, bajo las limitadas cuatro paredes de un conjunto de instituciones semi-cerradas o semi-abiertas.

Por cierto, una de las "cajas negras" más difíciles de penetrar en los sistemas políticos actuales, sobre todo en los sistemas democráticos, son los procesos de toma de decisiones que se suceden en el aparato estatal y en la maquinaria de la administración en particular. ¿Quién toma las decisiones, sobre todo las decisiones fundamentales? Pero, acaso la pregunta de respuesta más inquietante y esquiva es ¿cómo se toman las decisiones en nuestros Estados y democracias?

La cuestión de la condición ciudadana y de la representación que ésta funda, se devela en toda su desnudez cuando nos interrogamos cobre los ámbitos de decisiones que tienen unos y otros. ¿Qué poder de decisión tiene el ciudadano común y corriente de nuestras ciudades? ¿Sobre qué materias de la vida pública tiene capacidad de decisión el ciudadano común y corriente de estas democracias? Y, alternativamente ¿qué poder de decisión, qué ámbito de decisiones tienen cada una de las autoridades y representantes que gobiernan estas democracias?

Entonces aparece la metáfora de la imagen invertida: si las democracias representativas modernas son pirámides de instituciones donde una ancha base de ciudadanos otorga poder a una minoría de individuos para que gobiernen, a esta pirámide de las instituciones se contrapone esa extraña pirámide de las decisiones, cuya angosta base de mínimas facultades y poder de decisión radicadas en el ciudadano común, se contrapone a la ancha cúspide donde los gobernantes, políticos y funcionarios disponen del poder de decisión más amplio, omnipotente y comprensivo, como para determinar la casi totalidad de las vidas de los ciudadanos y del destino de nuestras sociedades y nuestros Estados.

He aquí graficada una de las contradicciones más profundas y estructurales que caracterizan a estas democracias modernas: el poder de decisión o poder decisional se concentra principalmente en la cúspide superior de la pirámide, mientras que el poder constituyente, el poder fundante, se radica principalmente en la base ciudadana, pero su ámbito de decisiones ha sido restringido. Ahora bien, ¿el problema se reduce solamente a una cuestión de esferas o ámbitos de decisión? ¿Bastaría para la construcción de una nueva democracia, radicalmente distinta y acaso más democrática que las actuales, el que invirtamos la pirámide de las decisiones, de manera que éstas se radiquen predominantemente en la base ciudadana?
La cuestión central para las nuevas democracias, para las postdemocracias, reside entonces, en el desafío de volver a invertir la pirámide de las decisiones, de manera que vuelva a coincidir con la pirámide de las instituciones.

El ideal de las futuras democracias es el concepto de que el ágora se disuelve en toda la sociedad. Desaparece el espacio público como lugar específico y semi-abierto de encuentro político, porque todos los espacios sociales serán espacios públicos. No hay agora central, toda la ciudad es agora, el hogar, el barrio, los lugares de convivencia, el trabajo, la comuna...



LA NUEVA CONDICION CIUDADANA

En la base de toda democracia, se encuentra el fundamento que le otorga legitimidad y sentido: los ciudadanos. Para que sea posible construir nuevas democracias, abiertas, plurales, será necesario levantar una arquitectura política en la que los ciudadanos vuelvan a experienciar por sí mismos y en tanto sí mismos colectivos, la vida democrática, cotidianizándola, experimentándola desde la esfera del microcosmos social y cultural al que pertenecen. Siendo la vida democrática un "nosotros juntos", una vida política en común basada en un proyecto común y compartido, toda la experiencia democrática se enriquece desde que los ciudadanos toman en sus manos esferas crecientes de decisión, ámbitos de asuntos que les conciernen en su totalidad compleja.

En su sentido profundo, la democracia desconoce la existencia de asuntos públicos que no conciernen a los ciudadanos: toda la vida pública, todos los asuntos públicos conciernen a todos los ciudadanos.

Pero, ¿quiénes serán los ciudadanos de las postdemocracias?

Ciudadanos despolitizados, pero vigilantes, en el sentido de ciudadanos cuyas preocupaciones principales no son políticas sino que se orientan a la vida del trabajo, a la vida doméstica, al espacio barrial y al círculo social de su entorno, pero que estando informados de lo político, se desentienden de ello aunque manteniendo alguna forma de vigilancia lejana sobre las prácticas de la política a través de la intermediación de los medios de comunicación.
Ciudadanos informados pero desinteresados, en el sentido de ciudadanos que estando informados de muchas manifestaciones de la vida pública, funcionan en general desconectados y desinteresados de la vida política en cuando la consideran distante, técnicamente no comprensible y centrada en el quehacer de la clase política.

Ciudadanos cotidianizados pero desconectados, en el sentido de ciudadanos cuyas referencias sociales y políticas están centradas en la vida cotidiana (trabajo, entorno social, barrio, familia), y que, por tanto, funcionan menos conectados con la vida social y política.

Estos atributos del nuevo ciudadano conducen a una nueva funcionalidad en la relación entre ciudadanos y políticos, relación que puede denotarse como una suerte de instrumentalización de doble sentido: los ciudadanos utilizan la ayuda de los políticos en la medida en que puede obtener de él ciertos beneficios, y el político utiliza a los ciudadanos como fuente de legitimación y popularidad.
Es posible pensar entonces que el hecho principal que caracteriza a las nuevas democracias del futuro es el establecimiento de un nuevo contrato social entre los ciudadanos y el Estado, entre ciudadanos y clase política y gobernante.

Los ciudadanos de las nuevas post-democracias del futuro acceden al espacio público en tanto individuos despolitizados, que se encuentran con una clase política y gobernante cada vez más profesionalizada y especializada, cuyos códigos y lenguajes se alejan de las preocupaciones y vivencias cotidianas que suceden en el microcosmos social de los ciudadanos. No solo es una despolitización de la ciudadanía, sino también y sobre todo, es una desciudadanización de la política, que ahora se centrará en las prácticas, estrategias, retóricas y dispositivos de una clase política profesionalizada: los ciudadanos son requeridos y consultados –de múltiples formas- pero solo en momentos puntuales de la experiencia democrática, en breves "instantes de democracia pura", y el resto del prolongado tiempo, del tempo político y estatal, gobiernan y administran los políticos y los funcionarios.

¿Habremos entrado en la era de los ciudadanos-consumidores?


ALGUNAS REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS


Chatelet, F., Duhamel, O., Pisier, E.: Histoire des Idees Politiques. Paris, 1989. PUF.

Herman, A.: The Scottish Enlightenment. The Scots Invention of Modern World. London, 2003. Fourth Estate Edit.

Skinner, Q.: The Foundations of Modern Political Thought. Cambridge, 1978. Cambridge University Press.

 

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